Un espíritu tutelar. Capítulo 10ª: Desenlace

Amanecía, la cocina estaba oscuras, faltaba todavía una hora para la habitual agitación del desayuno. Por debajo de la puerta de una habitación pequeña que comunicaba con la despensa, se distinguía el resplandor de una chimenea. Todo estaba en silencio. Fray Alberto abrió la puerta con decisión, vimos de espaldas a un corpulento monje, estaba sentado con la cabeza caída sobre un libro. Fray Alberto la giró hacia nosotros, era el rostro barbudo y desfigurado de fray Arnaldo, tenía los ojos saltados, los labios negros e hinchados y la tez de color amoratado, su expresión era de pavoroso sufrimiento. El prior y yo mismo estábamos paralizados por el miedo; fray Alberto leyó: El aconitum o “matalobos”. En una gran lámina había dibujada una planta de flores púrpuras con la forma de un casco. Tomó el libro con mucho cuidado y se lo acercó a la nariz, hizo una mueca y sin mediar palabra lo arrojó sobre el hogar que continuaba encendido. Al momento el fuego se prendió con fuerza y las llamas comenzaron a devorarlo. Entonces la cara del padre Alberto, adoptó una expresión mucho más relajada, la del hombre de ademanes campechanos que siempre había sido. Salió un momento y regresó, muy sonriente, con tres cuencos de leche fermentada; nos ofreció uno a cada uno y comenzó la explicación que ambos estábamos esperando.
- Debí sospecharlo cuando nada más llegar Fabián me contó que el cocinero un hombre orondo, con barba y voz de bajo le había ofrecido la leche con el hongo “kefir” a media tarde. Ese hombre no podía ser cocinero del monasterio, cómo si no, iba a ofrecer la leche antes de que se haya producido la fermentación. El hongo necesita al menos veinticuatro horas para producirla y por eso en el monasterio, desde hace siglos, la leche fermentada sólo se consume en el desayuno. Ese hombre no era otro que fray Arnaldo, el ayudante del bibliotecario, que se había hecho por fin con el libro de los venenos. Un libro simulado como si fuera de cocina que el bibliotecario, el padre Jorge de Brixen, había traído hasta aquí tratando de evitar que cayera en manos irresponsables. ¡Por desgracia, cayó en las manos de un criminal!. Fray Arnaldo, obviamente conocía al legado papal, era uno de los miembros de la escolta de la legación que fue expulsada del monasterio hace quince años. A la caída que sufrió desde la ventana se debe su cojera. Poseía un cuerpo musculoso, era excelente jinete y mejor arquero, tenía un brillante porvenir en la guardia suiza del Papa. La cojera dio al traste con su carrera, se convirtió en un resentido y en uno más, de los muchos intrigantes de la corte. Urdió su plan: Profesando como monje en este monasterio, tendría una doble oportunidad: la de vengarse, asesinando al abad, a quien consideraba responsable de su desgracia y la de enriquecerse abriendo las puertas de la abadía y de la biblioteca a los ambiciosos cortesanos de Aviñón. Mató de un certero flechazo a fray Guillermo el abad, de forma que todos creyeran en la intervención del demonio. Y pese a la oposición de fray Jorge, el anciano bibliotecario, consiguió que la comunidad se pronunciara a favor de solicitar la información papal.
Sintiéndose perdido, el anciano fray Jorge se refugió en la biblioteca. Pero ni eso respetó, y esa misma noche, fray Arnaldo que como ayudante también poseía la llave de la puerta, se deshizo del viejo. Usó el procedimiento más simple para matar a una persona, sin dejar rastro, precipitarlo por una ventana. Esa semana según me habéis dicho, había nevado copiosamente y en la cara norte, suelen acumularse los ventisqueros. El cuerpo de fray Jorge de Brixen, uno de los más insignes monjes de Sölden ha debido estar varios días bajo uno de esos enormes montones de nieve que se acumulan junto a los contrafuertes del edificio. Probablemente ahora yace sin sepultura en el fondo del precipicio.
Sin embargo el misterioso tesoro bibliográfico, cualquiera que fuese, no aparecía. Llegó el legado fray Bernardo de Caumont, un hombre impaciente, pagó inmediatamente una parte de la suma convenida, pero la parte del león, dependía del hallazgo. Pasaban los días sin resultados, ambos tramaron la falsificación de una carta que enviaron a fray Agustín de Orvieto. De algún modo, quizá porque registraron los papeles y efectos del anciano fray Jorge, supieron que era el antiguo herbolario de este monasterio. Naturalmente que ambos actuaban de acuerdo; trataban de aterrorizar a la comunidad para obtener sus fines sin oposición de ningún tipo y lo estaban consiguiendo, pues de noche, nadie se atrevía a salir de su celda.
La noche anterior a nuestra llegada, fray Arnaldo se acercó a la cocina, trataba de doblegar al cocinero, uno de los monjes más valientes, amigo del anciano bibliotecario y afecto al antiguo modo de hacer las cosas. En ese aposento próximo a la despensa descubrió un extraño libro, demasiado grande y voluminoso para estar en las dependencias de la cocina. ¡El viejo Brixen se la había jugado!, era lo que estaba buscando: nada menos, que un tratado sobre venenos. Apareció el cocinero, trató de arrebatárselo y fray Arnaldo lo mató. No creo que empleara mucha delicadeza, posiblemente le dio un golpe en la cabeza o lo atravesó con uno de esos cuchillos de carnicero. Estuvo leyendo el libro y quedó fascinado por él. No estaba dispuesto a compartir ese enorme poder con nadie, ni con el legado, ni con el propio Papa. El libro le pertenecía y pensó en hacer sentir su poder en el monasterio. Pero las horas pasaban y tuvo que salir con dos mulas a deshacerse del cuerpo del cocinero, antes de que la cocina se poblara de auxiliares y pinches para preparar el desayuno. Por desgracia las ventanas de la cocina no daban al precipicio; así que salió de madrugada, en medio de la nevada para llevarlo al fondo del barranco. Cuando llegamos Fabián y yo, oímos como alguien se afanaba allá abajo por excavar en la nieve; estaba cavando una tumba . Un muerto no suele bajar de su montura para evitar resbalar, eso explica porqué las huellas de una de las dos mulas eran mucho más profundas sobre la nieve. Al cabo regresó fray Arnaldo, y se dispuso a preparar una poción de “amanitas muscarias” iba mezclarla en la sopa que se serviría en una de las mesas del refectorio, era su primera demostración de fuerza. Esta seta, mortal para el hombre, una vez convenientemente hervida, diluida y suministrada en pequeñas dosis es un poderoso alucinógeno, que trastorna la mente humana. Los hunos la utilizaban para infundirse valor antes del combate y para aterrorizar a sus prisioneros.
Fue en ese momento cuando irrumpió Fabián en la cocina, fray Arnaldo tuvo el tiempo justo de guardar el libro bajo su hábito, colocarse un gorro de cocinero e impostar la voz, de forma que resultara tan campanuda como la de un bajo. Es fácil engañar con este disfraz a un joven recién llegado. Todos tendemos a pensar que un tipo gordo con gorro blanco, es un cocinero, aunque cometa la torpeza de ofrecernos como merienda lo que lleva siglos siendo el desayuno.
Cuando me habéis relatado las alucinaciones de los monjes, comprendí que el libro de los venenos estaba en la cocina. ¡Tiene su lógica, yo mismo lo encuaderné como un libro de cocina!. Pero conociendo el carácter fray Jorge de Brixen, me resistía a creer que lo hubiera dejado en un sitio tan peligroso. ¡A no ser que hubiera tomado sus precauciones para neutralizarlo!... Se me pasó por la cabeza una idea propia de él. Bastaba acudir a la cocina para cerciorarme. El anciano bibliotecario concibió una diabólica forma de proteger el libro, con un pincel impregnado en aconitina, pintó las gruesas páginas del libro. El principio activo extraído de la raíz del acónito es incoloro y no tiene sabor; en estado puro es un tóxico tan letal para el organismo, que basta una pequeña cantidad mojada en la saliva que se queda en el dedo al pasar la página, para terminar con la vida de un hombre. Convirtió así, el mismo libro en la trampa mortal para su asesino.
Ahora padre, haríais bien en llamar al legado del Papa, en convocar a la comunidad en cónclave y contarles la verdad. La verdad nos protegerá. Así podré cumplir con la promesa que le hice a este joven, de acompañarlo a la universidad de París, donde comenzará sus estudios de medicina.

Después de encomendarme en París, como pupilo a Tomás Lebrun, un insigne catedrático de medicina, amigo suyo; fray Alberto se marchó según dijo: “a un apacible y soleado pueblecito de del sur de Italia”, cuyo nombre no quiso desvelar. Han pasado muchos años desde entonces, hoy ejerzo la medicina en Dijon, tengo mujer e hijos, una hacienda mediana y una buena reputación profesional. Pero ante cada una de las encrucijadas de la vida, sigo siendo un niño huérfano, echo en falta la presencia de fray Alberto de Isembrant, aquel “numen tutelar”, que sin yo merecerlo, quiso enviarme un día la fortuna.