Por desgracia, la celebridad que alcanzaron las excelentes obras de botánica que llevamos a París, hizo sospechar al Papa, que de alguna forma, habíamos sacado del monasterio el remedio secreto contra la peste. Al poco tiempo, sufrimos el registro de nuestras habitaciones en la universidad. Por suerte habíamos previsto esta posibilidad, y en Bolzano, decidimos cambiar la encuadernación, y el título, del “Tratado sobre los Venenos.” Yo era el más joven de los tres, así que me correspondió volver sobre mis pasos y trasladarlo al lugar que creíamos más seguro del mundo: su lugar de origen. Regresé a la abadía unos días después del incendio; al principio dudé del acierto de nuestra iniciativa, pero luego reflexionando, llegué a la conclusión de que volver a ubicar este libro en la biblioteca ya expoliada, era una buena jugada.
No pudiendo acceder al Abad de Sölden, la inquisición sometió a proceso a mi maestro el padre Germán. Una mañana encontraron su cuerpo flotando en el Sena. Fue en ese momento, cuando el padre Agustín, cuyo nombre entonces era Raimundo de Ailly y yo mismo, decidimos abandonar París. Desde entonces hemos llevado una existencia de prófugos, tratando de no desvelar nuestra verdadera identidad. Y en el fondo, agradecidos a la Providencia que nos brindaba la oportunidad de llevar la vida retirada que elegimos al profesar como monjes.
Pasaron quince años, Clemente VI había muerto, y ahora gobernaba en Aviñón el Papa Urbano V, del que se decía que era mucho más humano. Santa Catalina de Siena predicaba contra “la cautividad del papado en Babilonia”; creíamos que había pasado la amenaza. Por otra parte el Tratado sobre los venenos continuaba encerrado en el cofre inexpugnable del monasterio de Sölden, camuflado entre los veinte mil volúmenes de la biblioteca, bajo la custodia de fray Jorge de Brixen el bibliotecario. Sólo tres personas conocíamos de su existencia: el bibliotecario, el padre Agustín y yo mismo. Todo parecía olvidado. ¿ Qué podíamos temer?. Y sin embargo...
- ¿Sin embargo... qué?. ¡ Continuad padre, no me dejéis así!.
- ¡Calla un momento¡. ¿No escuchas allá abajo un extraño ruido?.
- Sí, es como si estuvieran trabajando la tierra.
- Asómate sin que te vean a ese barranco; ¿Ves algo?.
- No padre, está demasiado profundo; pero es extraño ponerse a trabajar la tierra después de la helada de esta noche, el suelo estará duro como una piedra.
- Aguarda, fíjate en esas huellas sobre la nieve, Fabián. No hace mucho, por el resbaladizo sendero que desciende al barranco han bajado dos monturas. Uno de ellos debe ser un excelente jinete pues lo ha hecho sin desmontar.
- Parece que se han detenido. Acaso también han escuchado los pasos de nuestras mulas.
- Continuemos... aún nos queda un rato para llegar. Acércate un poco más Fabián, para que pueda terminar de contarte esta historia.
Al final de la vendimia el padre Agustín muy preocupado me hizo llamar. El medio convenido, era enviar un muchacho a mi localidad en busca de miel. Aún recordarás cuando llegué al monasterio de Orvieto, elegí un día de lluvia para poder entrar completamente encapuchado. Me mostró una carta firmada por fray Jorge de Brixen, el bibliotecario de la Abadía de Sölden, comunicaba que el abad, fray Guillermo de Guggisberg había muerto en circunstancias sin aclarar, y manifestaba su estupor ante la decisión del nuevo abad, de autorizar a extraños el acceso al monasterio y a los tesoros de la biblioteca.
El hecho era preocupante, pero era mucho más grave que fray Jorge hubiera hecho constar por escrito como destinatario de esa carta la dirección y la nueva identidad de su amigo el padre Agustín, pues lo descubría, poniéndolo en un grave peligro.
La carta sorprendentemente no contenía ninguna de las claves acordadas para referirnos al libro, lo que nos hizo sospechar, que su autor no era el Padre Jorge, sino alguien, que desconocía la existencia del mismo, y por algún motivo trataba de atraer al padre Agustín hacia la abadía. Nada podíamos conjeturar sobre la suerte de fray Jorge de Brixen, pero de una cosa estábamos seguros, aunque hubiera hablado bajo tortura, los redactores de la carta no habían encontrado el libro, pues de otro modo no la hubieran remitido.
Solo nos quedaba una cosa por hacer: “desaparecer”. ¡El Padre Agustín, yo mismo y el libro debíamos desaparecer!. Decidimos que el padre Agustín demasiado viejo para volver a andar de aquí para allá, ocuparía mi lugar y yo el suyo. Por eso, en el largo rodeo que hemos dado por los monasterios del norte de Italia me viste hacerme pasar por él. Por suerte no estuve presente en la reunión, que hace quince años, el abad convocó en la biblioteca; pocos de quienes asistieron conservan todavía la vida. Ni siquiera se menciona mi nombre en la carta. ¡Y eso, con la ayuda de Dios, tal vez me permita concluir esta misión que no es otra que destruir el libro antes de que sea demasiado tarde!. ¡Un libro tan peligroso que nunca debimos haberlo salvado!.