¡Un libro tan peligroso que nunca debimos haberlo salvado!.
- ¡Tan nocivo es el libro del que habláis!, dije.
- El libro es un minucioso estudio y descripción de todos los venenos de origen vegetal, conocidos en Oriente y Occidente hasta la fecha. La descripción de las plantas, la forma de preparación de la toxina y sus métodos de administración y dosificación para usos medicinales o letales. El padre Germán, el Padre Agustín y yo mismo hicimos una amplia labor de enriquecimiento del Tratado, catalogando decenas de hongos y otras sustancias alucinógenas e incorporamos un capítulo final sobre “el Aconitum Napellus”, planta muy abundante en los alrededores de la abadía, de la que se extrae el más letal de los venenos que se conocen. Las ilustraciones de sus láminas son maravillosas, la caligrafía perfecta, el pergamino y la encuadernación excelentes. Todo es admirable en ese terrible libro; tan hermoso como Lucifer, porque su belleza termina siempre por seducir a su poseedor. Quien abre sus tapas abre las puertas del infierno, por ellas se escapa un mal incontrolado, que en medio de las luchas del Papa y el Emperador, de Francia contra Inglaterra, del rey de Castilla contra su hermanastro Enrique, de “La Jacquería” contra la nobleza, de los mendicantes contra los observantes... podría adquirir proporciones gigantescas. ¿Qué pasaría si cayera esta formidable arma, en manos de un hombre del siglo?. La naturaleza humana es pecadora, el mal habita dentro de nosotros; quién puede conservar su corazón puro, cuando dispone de un arma inapelable para acabar con sus enemigos. El asesinato, en la mayoría de los casos, pasaría por muerte natural, y en cualquier caso, nunca sería descubierto su autor. Ese libro, hace añicos la voluntad humana, contiene el fruto prohibido del paraíso. La divulgación de sus secretos sería una fuente perpetua de dolor y de amargura en esta tierra. En gran parte, soy responsable de él; y mi obligación, con la ayuda de Dios, es destruirlo antes de que sea demasiado tarde. Sólo así lograré a descansar tranquilo por las noches.
El padre Alberto calló y se produjo un largo silencio, que yo no me atrevía a interrumpir. Después de un rato en el que sólo se oía el pisar de las bestias y el sonido del viento. Continuó:
- Si te cuento todo esto, querido Fabián, es porque tú también corres peligro. Nuestro enemigo es implacable y el mero hecho de haber servido a fray Agustín te compromete.
Dentro de un momento nos separaremos. Debes entrar solo en la abadía, y contar con profundo desconsuelo que el padre Agustín ha fallecido; es fácil de creer que por su avanzada edad, no haya resistido la dureza de las jornadas alpinas. Dirás que has enterrado su cadáver a unas tres jornadas de aquí. Yo entraré a última hora de la tarde, me acreditaré como el enviado del Emperador Carlos de Bohemia y solicitaré autorización para examinar los libros de la biblioteca.
A los redactores de esa carta les llevará más de una semana comprobar lo que digo. Pensarán que llegado el caso, es fácil deshacerse de un rival tan necio, como para presentarse sin escolta. Su punto débil es que no saben exactamente qué buscan; estoy seguro de que mientras ellos crean, que yo sí lo sé, mi vida no correrá peligro. Pronto trabaremos relación íntima, esto les pondrá nerviosos y hará que se precipiten. Disponemos de una semana para completar nuestra misión.
Es hora de separarnos, aún nos queda una legua para llegar a la abadía.
Dicho esto, fray Alberto se apartó del camino y ocultándose entre unos abetos se dispuso a dormir plácidamente una siesta. Caminé más de una hora por aquella senda cubierta de nieve, esa noche debía haber estado nevando hasta la madrugada. Así fue como, con apenas dieciséis años y con el corazón en un puño, una helada mañana de noviembre, me vi llamando a la puerta de la Abadía.