Del pasado efímero


La primera regla de una mente bien estructurada debería ser acostumbrarse a contemplar la propia vida como un camino.

A veces trato de recordar aquellos primeros años de mi vida, siempre he sentido curiosidad por averiguar cual de aquellos sucesos infantiles fue el primero en el tiempo. En que momento atravesé esa imperceptible barrera que nos conduce de la nebulosa y de la nada a las primeras sensaciones conscientes. Porque sin duda, debe haber una frontera en el tiempo, que un niño o una niña, atraviesa cuando comienza a pensar y a recordar; entonces decimos que alcanza uso de razón.
En mi memoria se agolpan todos los recuerdos de aquellos primeros años. Son el producto de relatos familiares mil veces evocados y finalmente asumidos como propios. Recordar es como extender sucesivas capas de pintura sobre una superficie cambiante: la memoria.
El pasado, eso que nos parece tan estable, no es más que una fortuita selección de hechos imaginarios, que al cabo de un tiempo son como animales extinguidos.
En el silencio germinal del pasado nos esforzamos vanamente por oír las semillas que se remueven en la mente. Quisiéramos sacarlas a la luz del auto-reconocimiento. Pero nuestra visión de la realidad, como la de nuestra propia historia está condicionada por nuestra posición en el espacio y en el tiempo. No por nuestra personalidad como nos empeñamos en creer. Dos pasos al Este o al oeste, un accidente, una enfermedad y todo el cuadro cambió.
No se me oculta que las reliquias de la sensación, el esbozo de unos hechos pueden existir durante un tiempo indefinido en estado latente, en el mismo orden en que han sido impresos en nuestra memoria. Cada psiquis es en realidad un semillero de predisposiciones antagónicas. ¿Cómo y por qué brotan nuestros recuerdos?.
La personalidad, el auto-reconocimiento como una entidad con atributos fijos es una ilusión a la que no tenemos más remedio que agarrarnos, si queremos vivir. Admitir lo contrario sería resbalar por una peligrosa pendiente hacia la esquizofrenia.