Buenos Aires 1880
Las salamancas son cuevas (y esto la gente de campo lo corrobora con sonrisas tenues y silencios prolongados) donde el pueblo cree que el diablo y otros seres demoníacos celebran aquelarres y asisten a las ceremonias de iniciación satánica de quienes penetran con el propósito de impetrar un don (suerte en el juego, riqueza, poder, amor), a cambio de su alma. Una de las más famosas fue la "Cueva de Salamanca', por lo que se decía en broma que la ciudad española de ese nombre era famosa por su universidad y su cueva.
La leyenda supersticiosa se extendió por América y las salamancas se poblaron de seres, igualmente infernales, pero particulares de las mitologías indígenas. El hecho fue tan general, que el nombre propio se hizo sustantivo común y el pueblo localiza hasta hoy numerosas salamancas, no sólo en sierras, montes o desiertos, sino en las mismas ciudades. Este es el caso curioso y poco conocido, de la que, según la superstición popular, existió en la Plaza de la Victoria (así llamada desde la época de las invasiones inglesas) de Buenos Aires, más precisamente en la esquina de las actuales calles Reconquista y Rivadavia, en el solar donde se levanta el edificio central del Banco de la Nación Argentina, o sea, al costado derecho de la Casa Rosada.
Construcciones inconclusas dejaron allí pozos y excavaciones que ya en el siglo XVIII, merecieron el nombre significativo de "Hueco de las ánimas". Fue refugio de pordioseros y vagos que, en tiempos de la revolución de 1.810, pasaban las horas de su morosa ociosidad contemplando el espectáculo abigarrado, ruidoso y pintoresco de la plaza, donde ocurrieron acciones de la reconquista y que serviría de marco insoslayable de los sucesos agitados de Mayo. Desde el "Hueco de las ánimas", sus ocasionales moradores contemplarían la flamante Recova (desde fines de 1.803, año en el que fue concluida), que atravesaba la plaza donde se concentraban los vendedores a modo de mercado, sin perjuicio de la presencia de numerosos ambulantes o sedantes en torno de las carretas que traían productos de la campiña circundante y aún del interior del país. El piso desparejo, los charcos y lodazales el olor de las materias descompuestas se conjugaba con las plagas de perros vagabundos, cuya matanza estaba a cargo de los presos, liberados temporariamente para ese fin macabro. Los flagelos se multiplicaban con el concurso de ratas y moscas, para el caso de las hormigas se contaba con la concienzuda intervención de los "hormigueros", negros profesionalmente especializados en su exterminio. El remedio se reforzaba mediante la piadosa protección de San Sabino y San Bonifacio, para librarse de las inextinguibles hormigas, y de San Simón y San Judas, para combatir los ratones. La algarabía de los marchantes subía de punto ante las interesadas grescas provocadas por los "bandoleros", dueños de las "handolas", especie de cajones con patas, transportables, donde exhibían baratijas, y con las cuales atraían a su clientela de sirvientas, esclavos negros y mulatos, y ocasionalmente a los “pajueranos" a quienes desplumaban.
La atalaya del "Hueco de las ánimas" se convertía de noche en oscura y tétrica cueva que por fácil inferencia, el pueblo consideró salamanca. De ella habla Juan Agustín García en "Memorias de un sacristán" siglo XVIII, y que subsistió hasta la época de Rosas pues allí se desarrolló un episodio de "Juan Cuello" la novela de Eduardo Gutiérrez.
Sobre esa presunta salamanca se comenzó la construcción del teatro Coliseo, entre los andamios del cual se apostó el cuerpo de Vizcaínos durante las invasiones inglesas; quedó siempre inconclusos de ese fracaso de su incendio lo reivindicó el primer teatro Colón, edificado en 1.857 por el ingeniero Carlos Pellegrini, padre del que fuera años después presidente de la Nación, empresa en la que contribuyó Hilario Ascasubi, el poeta gauchesco.
El selecto y elegante público que asistió a la representación de "Fausto", la ópera de Gounod, no sospecharía que la presencia en escena de Mefistófeles era como una transformación del Mandinga que en ese mismo sitio habría presidido infernales ceremonias en la salamanca porteña. Allí habrían acudido para pedir remedio para su mal, a trueque de su alma, como el Dr. Fausto germánico, auténticos gauchos criollos, antecesores de aquel Anastasio el Pollo, cuya descripción del "condenao", inmortalizó Estanislao del Campo.
Por Víctor Massuh
Foto de http://www.antoniocardiel.com/?m=200812
http://compartiendoculturas.blogspot.com/2009/03/la-leyenda-de-la-cueva-de-la-salamanca.html
http://compartiendoculturas.blogspot.com/2010/01/la-salamanca.html
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