Un cazador, siguiendo ávidamente el rastro de un mborebí -el animal más corpulento de la selva, el que rinde más carne, al que los criollos llaman tapir y los brasileños, anta-, se perdió en la selva.
Mientras caía la noche, pensaba temeroso: Me encontrará el Curupí...
Pero el curupí había comido bien ese día, y estaba de muy buen humor.
-¿Qué haces por aquí solo, en plena selva, y a estas horas? -le preguntó tomándolo por sorpresa.
-Me he perdido siguiendo el rastro de un gran mborebí... -respondió el cazador.
-¿Pero no conoces el miedo…? ¿Acaso no sabes de los peligros que trae la noche? -el Curupí se le acercó, desafiante.
-Sucede que soy pobre -murmuró el hombre-, y mi mujer y mis hijos tienen hambre. Aquel mborebí nos habría asegurado carne para varios días.
El Curupí miró con algo de pena al indefenso cazador.
-Ya he comido -dijo como hablando consigo mismo-, ahora tengo ganas de fumar. ¿Me das un poco de tabaco?
El cazador se lo dio; y tras la primera bocanada el Curupí le propuso:
-Me traerás tabaco aquí, todas las noches. Y yo te daré un mborebí.
Pero que nadie sepa nuestro trato: ni siquiera tu mujer. El que lo descubra, morirá; y tú te volverás loco.
Esa noche, todos comieron en la choza del cazador.
Y la otra, y la otra, y la otra también. Curiosa, la mujer preguntó, pero su marido no soltó palabra.
A la tarde siguiente, ella lo siguió. ¡Y descubrió a su compañero, conversando con el Curupí, mientras le entregaba tabaco a cambio de un corpulento tapir!
Pero ya el Curupí, que como las lechuzas ve en la noche más cerrada, había divisado a la mujer en la espesura. Casi distraídamente, como quien piensa en otra cosa, tomó su arco y colocó en él una de sus infalibles flechas.
-¿Sabes, ch´amigo? -le dijo al cazador-, alguien nos ha descubierto...
¿Recuerdas nuestro trato?
-El que lo descubra, morirá -murmuró sorprendido el hombre, repitiendo las palabras del Curupí-; y...
Se hizo un silencio. Sin levantar la vista, suavemente, el enano tensó el arco y soltó la flecha, que se perdió en el rincón más oscuro de la selva.
Sólo se oyó apenas un quejido sordo; pero el cazador debió de reconocer la voz porque saltó hacia el lugar para encontrar, ya sin vida, a su mujer con la flecha clavada en el corazón.
Y salió corriendo por la selva, dando gritos, loco de remate.
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