La chica del McDonald.

A veces una simple estampa, cuando está bien escrita, alcanza la intensidad de un buen cuento, vease en este artículo que escribió hace algunos años en "El Semanal", Arturo Perez Reverte. ¡Maestro consumado del género!


Era viernes por la noche, casi la hora de entrada de los cines. El Mac Donald estaba lleno hasta los topes y ella llevaba puesta una espantosa gorra de visera y se movía con aire cansado entre la cocina, el mostrador y el micrófono par los pedidos. Un “big Mac”, un menú de pollo con patatas, uno de jamón y queso, repetía con voz monocorde, yendo y viniendo como una autómata, la mirada ausente y agotada. La imaginé levantándose muy temprano, allá en cualquier barrio, a una hora de metro, o de autobús del centro de la ciudad. Era una más de esas jornadas laborales de invierno, que terminaban de noche; se le notaba en los ojos con cercos de fatiga, en la forma en que preguntaba, qué va a tomar, sin mirarte siquiera a la cara. ¿ Cuantas hamburguesas habría despachado aquel día?.
Creo que en otro lugar, en otro momento, vestida de otra forma, sin aquel cansancio asomándole a los ojos, habría parecido bonita. En la cola, pidiendo hamburguesas y cocacola, veinteañeras de su edad, comentaban la película que iban a ver dentro de un rato. Ropa y zapatos de marca, tejanos de los que salen en la tele y risas. Y ella allí echándole horas al otro lado del mostrador, con aquel ridículo gorro en la cabeza, sirviéndoles hamburguesas, para que luego puedan ir a la película de moda.
Total que pagué mi hamburguesa, cobró mirándome sin verme -tenía mordidas las uñas- respondió con un mecánico “a usted” a mis gracias y salí de su vida, sin haberme asomado siquiera a ella.
Decidí sentarme en la mesa de un bar que había enfrente; traté de leer, pero no podía concentrarme. La desolada mirada de la chica me angustiaba el alma. Al rato la vi salir, debía haber terminado su turno, porque vestía con ropa de calle. Se detuvo un instante en la acera, mirando a su alrededor; el chico estaba apoyado en una jardinera. Llevaba el pelo largo y revuelto y una cazadora de cuero, botas y una moto de mensajero. Entonces ella fue hacia él y se le abrazó como un náufrago puede abrazarse a un salvavidas. Y se besaron.
Después en la mesa de al lado alguien dijo algo sobre la juventud y sobre los ideales y sobre la falta de no sé qué. Yo cerré el libro y miré hacia el tráfico que se había tragado media hora antes a la pareja. Me hubiera gustado volverme hacia la mesa de al lado y decir: ¿ De qué juventud habla usted señora?. De esa que sale en los anuncios de la tele, en las encuestas sobre universitarios y en la ruta del bacalao o de esos jóvenes que trabajan y luchan o quieren hacerlo, de los miles de jóvenes estafados, engañados en un empleo basura, de las parejas que tienen veinte años y ya parieron hijos que solo heredarán la cola del paro.

Aquella tarde me hubiera vuelto hacia la mesa de al lado para decir todo eso, pero me callé. Al menos me dije, la chica y el mensajero de la moto, se besaban en la boca despacio, con infinita ternura y eso era algo que nadie les podía quitar. Tal vez en ese momento, se acariciaban el uno al otro, abrazados, en algún lugar de las afueras de la ciudad, y por un momento, la hamburguesería, la moto, el resto del jodido mundo, estaban muy lejos, a miles de años luz. Entonces pedí otra cerveza, les dediqué una sonrisa cómplice y continué con lo que estaba haciendo.