Durante mis diez años de matrimonio, mi marido, en la estatuaria de biotipos del reino animal que toda persona, (muy a su pesar) acaba por componer, evolucionó en tres de los más conocidos especímenes del género simiesco. El Arturo Larrea, abogado en paro, con aspecto de chimpancé, conforme el dinero y los años lo fueron encanallando, devino en orangután y en gorila; estado en el que alcanzó su máximo objetivo: el cargo de concejal de urbanismo en nuestro Excelentísimo Ayuntamiento. Si de joven tuvo una constitución atlética nada quedaba de ella en este cuarentón corpulento, de brazos membrudos y piernas arqueadas, cuerpo orondo y peludo en claro contraste, con el cráneo pelado y siempre sudoroso.
Arturo me poseyó durante diez años con imperioso egoísmo, conocí su gula insaciable, sus arrebatos de furor, su ternura sensiblera, y en las altas horas de la noche su lujuria insistente y ceremoniosa. Renuncié al amor, sin conocerlo porque Arturo me demostró con alegatos jurídicos que el amor solo es un cuento que sirve para entretener a los ilusos. Arturo que en lo demás era un descreído, estaba convencido de que lo único que una que una mujer necesita es la protección de un hombre respetable. Me pase diez años luchando con -las distintas especies de simio- y lo único que conseguí fue arrastrarlo al divorcio.
Arturo Larrea ha vuelto a casarse, pero esta vez se ha equivocado por completo. Nuria es una mujer dulce y romántica pero sabe el secreto que ayuda a domesticar los primates. Era huérfana y se crió en la parroquia con su tío el cura. No discute, no gesticula, apenas habla, un poco mística, acude a sus devociones, a las reuniones con sus amigas de la parroquia, cuando vuelve no da explicaciones, simplemente sonríe. Arturo se ha vuelto más lento y opaco en sus furores, desde que sus razonamientos no son escuchados y mucho menos contestados. Ya no convence a nadie, y sus predicas han ido perdiendo vigor, como en los labios de una actor desconcertado. Su cólera no sale ya a la superficie, es como un volcán subterráneo con Nuria sentada encima y siempre sonriente. Nuria sabe flotar en medio de una tempestad como un barquito de papel en medio de una palangana. Es una bonita muñeca, sobrina de un religioso vegetariano, que le ha enseñado a lograr que los tigres se vuelvan también vegetarianos y prudentes.
Hace poco, vi a Arturo en la iglesia oyendo devotamente los oficios religiosos, se ha vuelto enjuto y comprimido, como si Nuria con sus dos frágiles manos lo hubiera macerado y reducido el volumen hasta hacerlo plegable y metérselo en su bolso. Su palidez de vegetariano le da un aspecto de enfermo.
Las personas que visitan a los Larrea, me cuentan cosas sorprendentes, hablan de comidas incomprensibles, de almuerzos y cenas sin carne, ni pescado. Me describen a Arturo devorando grandes fuentes de ensalada. Naturalmente de tales platos no puede obtener las calorías que daban auge a sus antiguas cóleras. Sus platos favoritos han sido metódicamente suprimidos por su implacable mujercita. Arturo pone la mesa, come en silencio como un niño castigado y hasta ayuda recogerla. Arturo duerme en un dormitorio distinto para no molestarla con sus ronquidos. Ya no fuma habanos, ni bebe, ni frecuenta a sus amigotes, ni acude a ese tipo de reuniones que se prolongan hasta altas horas de la noche. Ahora acompaña por las tardes a su esposa porque canta en el coro de la parroquia.
Me gusta imaginarme a los dos solos comiendo en la mesa larga del comedor; a Arturo el déspota acercándole la silla a su esposa; al descreído improvisando el responso de bendición de alimentos; al glotón, vigilado por la sabia Nuria, absorbiendo colérico sus livianos manjares. Pero sobre todo, me gusta imaginar al gorila en pantuflas con el gran cuerpo informe con sus carnes caídas, bajo la bata, llamando, en las altas horas de la noche, tímido y persistente, ante una puerta obstinada.