Trasladarse a vivir a una granja, aprender a cultivar la propia parcela con eficiencia y sin morir en el intento. Poseer gallinas, conejos, y patos, dentro de un cercado. Montar a caballo al amanecer. Volver a notar que el tiempo pasa lentamente, como en las tardes de la infancia.
Gozar recreando inocentemente un pasado, que tal vez nunca ha existido. Disfrutar con las costumbres familiares, con nuestro reducido entorno; tal vez aburrido, pero sin ruidos externos.
La granja y la aldea, los nombres y las caras de los pocos vecinos de nuestro lugar. Y la bendición de no poder alejarse,- ni acercarse- más de lo que se sea capaz de cabalgar en una sola jornada.
Una música con resonancias medievales y folclóricas. Que describe cacerías a galope tendido con trompetas y ballestas en las manos. El trabajo de los leñadores en el bosque profundo e inexplorado. La vida de los proscritos que viven en el bosque y se entretienen en pruebas de destreza con el arco. Los cuentos sobre brujas y espíritus y la hermosura de las mujeres en torno al hogar, durante las largas veladas del invierno. Los animales del establo, la siembra, y la cosecha, las labores diarias de la vida en el campo.
Todas estas cosas dulcificadas por la ficción, me sigue evocando, Canciones del Bosque, ese maravilloso disco de Jethro Tull, que tuve la suerte de escuchar por primera vez cuando solo tenía 17 años.