La vida en el siglo XI, para los pueblos de Occidente era corta y muy difícil. Los siervos y la gran masa campesina sufrían la opresión de los grandes terratenientes feudales. Los soberanos se hayaban en perpetuo conflicto con sus vasallos y estos se combatían entre sí, en un estado de guerra de todos contra todos. Los pueblos eran arrasados, las cosechas robadas, la población esclavizada,los campos quedaban abandonados, y el hambre y la peste hacían estragos.
Este es el contexto en el que se produce la predicación de la primera cruzada por el Papa urbano II en el concilio de Clemont Ferrand (1095). “ Los Turcos han invadido Antioquía, Nicea y Jerusalén que ¡guarda el sepulcro de Cristo y otras muchas ciudades y han desplegado sus inmensas fuerzas contra el imperio Bizantino. Quienes lucha entre si en criminales guerras fratricidas, luchen contra los infieles, que quienes hasta hoy fueron bandidos se conviertan en soldados, que quienes han combatido a sus hermanos y parientes, combatan contra los infieles”. ¡ Dios lo quiere!
La sugestiva palabra de los monjes advino en las masas desesperadas como un mensaje de lo Alto, como una invitación a elevar los ojos de la tierra y dirigirlos al lejano Oriente por donde sale el sol. La idea de poder abandonar la miserable vida llena de privaciones y libres de la tiranía del señor feudal, poder acercarse al santo sepulcro, producía entre los desgraciados una suerte de borrachera espiritual, que obraba maravillas de entusiasmo. El misticismo les infundía nuevas ansias de vida, unidas al deseo de morir dignamente como un mártir y no como un perro enfermo de hambre y de miedo. Tan pronto el siervo cosía la cruz roja sobre sus pobres vestidos, se veía libre de su esclavitud y le parecía iniciar una nueva vida plena de hazañas y de aventuras.
La predicación de un tal Pedro de Amiens, un monje ermitaño, que ataviado con un burdo hábito y descalzo, peregrinaba de ciudad en ciudad montado en un asno, constituyó un exaltado grito de libertad, para miles de desgraciados. El lema de la cruzada “Dios lo quiere” prendió como el fuego entre los campesinos de Francia e Italia. Ya en la primavera del 1096, Pedro el Ermitaño, había reunido diez mil cruzados entre hombres mujeres y niños. Todos querían asistir al gran milagro: la liberación de Jerusalén.
En su camino hacía oriente, estas huestes dispersas de indigentes que habían abandonado sus casas, tenían que mantenerse de la caridad pública. Y, cuanto faltó ésta, tuvieron que dedicarse al pillaje, que en la Península Balcánica, se convirtió en una verdadera guerra de exterminio con la población; una auténtica plaga para Bizancio. Es por eso, que al llegar a Constantinopla, el Emperador Alejo Conmeno, se apresuró a poner a sus disposición, los navíos necesarios para que fueran embarcadas de inmediato al Asia Menor. Estas turbas ignorantes, sin armas, ni preparación, fueron una presa fácil para el ejército Selyucida, que las aniquiló sin piedad, en Nicea, al poco de desembarcar.
Quién sabe, acaso cumplieron así el secreto propósito de sus corazones, y aliviándose de la pesada esclavitud de sus vidas, vinieron a morir como mártires convencidos de haber ganado el paraíso?
La sugestiva palabra de los monjes advino en las masas desesperadas como un mensaje de lo Alto, como una invitación a elevar los ojos de la tierra y dirigirlos al lejano Oriente por donde sale el sol. La idea de poder abandonar la miserable vida llena de privaciones y libres de la tiranía del señor feudal, poder acercarse al santo sepulcro, producía entre los desgraciados una suerte de borrachera espiritual, que obraba maravillas de entusiasmo. El misticismo les infundía nuevas ansias de vida, unidas al deseo de morir dignamente como un mártir y no como un perro enfermo de hambre y de miedo. Tan pronto el siervo cosía la cruz roja sobre sus pobres vestidos, se veía libre de su esclavitud y le parecía iniciar una nueva vida plena de hazañas y de aventuras.
La predicación de un tal Pedro de Amiens, un monje ermitaño, que ataviado con un burdo hábito y descalzo, peregrinaba de ciudad en ciudad montado en un asno, constituyó un exaltado grito de libertad, para miles de desgraciados. El lema de la cruzada “Dios lo quiere” prendió como el fuego entre los campesinos de Francia e Italia. Ya en la primavera del 1096, Pedro el Ermitaño, había reunido diez mil cruzados entre hombres mujeres y niños. Todos querían asistir al gran milagro: la liberación de Jerusalén.
En su camino hacía oriente, estas huestes dispersas de indigentes que habían abandonado sus casas, tenían que mantenerse de la caridad pública. Y, cuanto faltó ésta, tuvieron que dedicarse al pillaje, que en la Península Balcánica, se convirtió en una verdadera guerra de exterminio con la población; una auténtica plaga para Bizancio. Es por eso, que al llegar a Constantinopla, el Emperador Alejo Conmeno, se apresuró a poner a sus disposición, los navíos necesarios para que fueran embarcadas de inmediato al Asia Menor. Estas turbas ignorantes, sin armas, ni preparación, fueron una presa fácil para el ejército Selyucida, que las aniquiló sin piedad, en Nicea, al poco de desembarcar.
Quién sabe, acaso cumplieron así el secreto propósito de sus corazones, y aliviándose de la pesada esclavitud de sus vidas, vinieron a morir como mártires convencidos de haber ganado el paraíso?