Al caer la tarde unos pocos nos reunimos en la playa, junto a las barcas. Las noticias eran preocupantes. Esperamos mucho rato para que llegaran todos. Aun faltaban algunos de nuestros vecinos, cuando salió una enorme luna llena sobre el mar. Aquella noche hacía frío, pero nadie se atrevía a encender una hoguera.
Un anciano que había comido el pan de la primera pascua con “El Pescador”, subió a la proa de una gran barca y dijo: Los extranjeros están a pocas leguas de aquí, son cientos de jinetes enmascarados, con caperuza y cota de cuero. Penetran en las aldeas de improviso y atraviesan con sus lanzas a cuantos encuentran, no hacen prisioneros, ni siquiera entierran los cadáveres. No distinguen el día de la noche, solo se detienen a saquear lo necesario para reponer fuerzas y continuar avanzando. No pronuncian palabras articuladas, solo un siseo sordo que ningún cristiano logra entender. No se sabe quien es su jefe, ni cuantos vienen detrás de ellos. Jamás se quitan la máscara de cuero renegrida que cubre su rostro. Nadie ha podido ver el rostro de estos enmascarados. Cuando alguno de los nuestros, emboscado entre los árboles, les acierta con una flecha, los jinetes apenas se detienen. Si el herido no puede cabalgar, de inmediato los suyos lo cubren con la capucha, le rocían la ropa con un líquido inflamable y le prenden fuego. Este proceder inhumano y los terribles alaridos del herido, mientras se quema, causan verdadero espanto.
Os he convocado aquí en la playa, porque ayer mismo, en esta barca, llegó el Obispo Pablo, portador de una carta con el sello del Pescador. Sus palabras son para nosotros un rayo de esperanza:
”Ocultaros de su vista hermanos, el destino de esta marea de demonios es arrasar y destruir. Es imposible contener la marea, pero pensad, que por alta que sea, tampoco puede ella contenerse a si misma. No os disperséis por las montañas, si os separáis, perderéis vuestras señas y vuestra fe y no podréis resistir. Tomad las barcas y los arreos de pescar, clavad estacas de madera en estas arenas fangosas, y haced vuestras casas sobre las islas de la laguna. Viviréis libres como las aves marinas, en hogares dispersos sobre la superficie del agua. Pescad, cazad las aves acuáticas, alimentaros de las algas, cuidad a vuestros ancianos y a vuestra prole. Vuestros alimentos serán los mismos y vuestras casas parecidas entre si. No hagáis distinciones entre ricos y pobres y la envidia que gobierna el resto del mundo os será desconocida. Dedicad las energías al cuidado de las salinas, en ellas reside vuestra prosperidad y la capacidad de adquirir las cosas que necesitéis; pues aunque puede haber hombres que apenas aprecien el oro, no ha nacido aquel que no desee la sal. Mantenéos diligentes en la reparación y el perfeccionamiento de estas embarcaciones, que como caballos permanezcan amarradas a las puertas de vuestras casas, pues de ellas depende vuestra seguridad. No serán la frágiles acacias y mimbreras las que sostendrán el terreno frente a la saña del océano, la firmeza de vuestro baluarte solo puede asentarse en la unión y en fortaleza de vuestra fe. No olvidéis la penitencia, practicad la oración, guardad en el arca de vuestro corazón las enseñanzas del Señor.Tened paciencia, aguardad unos años. Las hordas de los bárbaros se sucederán en los tiempos zarandeándolos, como al navío en medio de la tempestad. Pero recordad, que por poderosas que sean las olas, su destino no es otro que destruirse antes de llegar a la arena de la playa. Cuando los extranjeros no hallen nada, ni a nadie, en su paso, ellos mismos se destruirán en luchas intestinas y acabarán exterminar su simiente. Entonces será el momento de regresar a tierra firme, para proclamar nuestra fe, como quería “El Pescador”.