La piscina de mercurio: ocaso de Al Nasir

Por razones de prestigio, la proclamación como califa de Abd al Rahman III, “al Nasir” en el 929, levantó una muralla infranqueable para el pueblo de Córdoba. El monarca permanecerá desde entonces completamente inaccesible, al estilo de los califas orientales. Ya no podrá confiarse a nadie, y su más asidua compañía, a partir de entonces, será la de un verdugo de guardia con la espada afilada y un tapete de cuero, presto a ejecutar en el acto, las cada vez más frecuentes, penas de muerte dictadas por el califa.
Para aislarse y hacer ostentación de su poder, decidió Al Nasir, construir una ciudad fastuosa “que como Bagdad, crecida en el desierto, surgiera de la nada”. En pocos años, a una legua de Córdoba, en las estribaciones del monte de "La Desposada", con espléndidas vistas sobre el Guadalquivir, se extendieron las edificaciones de “Madinat al –Zahra” (etimológicamente, “la ciudad brillante”). Se asentó sobre tres grandes terrazas superpuestas. La más baja, la ocupaba la mezquita, que iniciada en 936 , se concluyó en solo 48 días, porque en ella hubo continuamente empleados mil hombres hábiles. La de en medio, contenía las edificaciones destinadas a oficinas y mercados y la superior el palacio real. Las crónicas árabes cuentan, que los enormes gastos de la obra fueron debidos sobre todo, a la riqueza de los materiales utilizados. Construida con el propósito de deslumbrar a los visitantes extranjeros y ensalzar el prestigio de la monarquía, en las estancias del palacio de Madinat al Zahra, se emplearon materiales muy lujosos y de una extraordinaria belleza. La ciudad contaba con cuatro mil trescientas dieciséis columnas en mármoles preciosos de diferentes colores. Algunas ofrecidas como regalo por el emperador de Constantinopla, otras procedentes del saqueo de Cartago, y de las antiguas ciudades romanas del Norte de África. Deslumbrantes mármoles blancos de Macael cubrían el suelo y las paredes; y en las columnatas de capitel de nido de avispa, el mármol blanco de las canteras de Al Andalus, se combinaba con los rutilantes mármoles rosáceos italianos y los verdes jaspeados de Tunicia. Las fastuosas fuentes de roca tallada, por las que se hacía saltar el agua en altos surtidores, aprovechando su caída desde los veneros de la sierra. Los jardines sombreados de plantas perfumadas, las miles de higueras y de almendros que mandó plantar “para que su verde claro contrastara con el color amarillo brillante del entorno”. Los animales salvajes y exóticos, los leones, los monos, los loros y papagayos, el minar que entonaba poesías en lengua romance.
Existía al parecer, en las a la habitaciones privadas del califa, una asombrosa sala, que sólo se mostraba a aquellos invitados importantes a los que convenía impresionar. Se trataba de una amplia estancia abovedada con paneles de cristal -el desconocido material translúcido, que el extravagante sabio rondeño Ibn Firnas había enseñado a pulir - en la que se había dispuesto un enorme estanque de mercurio. El metal líquido que se extraía en las minas de Almadén, era una auténtica rareza, desconocida en el resto del mundo. Cuando entraba la luz del mediodía, o de noche se encontraban encendidas todas las lámparas, el califa, ordenaba a un esclavo que removiera el estanque. Entonces el metal plateado se ponía a restallar en infinitos juegos de luces y colores y al forastero le parecía que se quebraba la luz y el orden del espacio y que las múltiples columnas y el salón entero giraban y se deshacían en prismas de reflejos. El vértigo sólo cesaba, cuando el califa hacia una señal y la superficie del mercurio quedaba otra vez tan inmóvil como la de un lago helado. Al visitante, sobrecogido por la solemnidad y el terror, le parecía que un simple gesto de Abd al Rahman, podía dislocar o restablecer el orden en el mundo.
Cuando con cincuenta años cumplidos y en la cima de su poder, decidió Abd al Rahman III “al Nasir" abandonar definitivamente Córdoba y trasladarse a su nueva residencia, no podía imaginar, que en poco menos de medio siglo, toda aquella fastuosa obra, iba a verse arrasada y su propia dinastía, extinguida para siempre. Más de cuarenta mil personas quedaron afectas al servicio del soberano en la nueva ciudad recién construida. Allí en su harén, le servían seis mil mujeres. Con los años, recluido como un déspota oriental en su impresionante retiro dorado, Al Nasir se fue volviendo más desconfiado y cada vez más proclive a la bebida y a la lujuria. Solo unos pocos tenían acceso personal al monarca, y estos fueron constituyendo una nueva aristocracia cuyas intrigas jugarían un nefasto papel en la historia de la dinastía. Su altivo distanciamiento quebró la adhesión de las multitudes cordobesas, que durante su primeros años de reinado, habían sido el auténtico sostén de la monarquía, esta fue la causa de la ruina de su extirpe.
Se cuenta que durante sus últimos años, el califa fue dominado por un miedo incontrolado a ser envenenado o a ser asesinado mientras dormía. Esto último, lo llevó a elegir para dormir una estancia aledaña a la gran piscina de mercurio. Por la noche se retiraba la pasarela de acceso, de modo que nadie pudiera aproximarse a su lecho, sin atravesar la helada superficie de la alberca de mercurio. El mercurio más pesado que el plomo, es 135 veces más denso que el agua; lo que significa que quien tratara de cruzar el líquido plateado, sería propulsado hacia la superficie con una fuerza 135 veces mayor que la de su propio peso. Flotando incontrolado en esta mermelada viscosa es practicamente imposible nadar, y en apenas un momento, las piernas peligrosamente empujadas hacia arriba, acababan por hacer girar el cuerpo y la cabeza hacia el venenoso metal. La imposibilidad de apoyarse para darse la vuelta, determinaba en poco tiempo, la suerte del intruso, que moría ahogado. Pocos eran los que conocían este terrible secreto y al levantarse para la oración del amanecer, Al Nasir solía mandar retirar los cadáveres de quienes el día de antes, hacían gala de ser sus más fieles servidores.
A la muerte de Abd el Rahman, en 961, se halló su diario personal en un cofre secreto. Allí confesaba: “ Durante cincuenta años he reinado en paz y en gloria, temido de mis enemigos y honrado por mis aliados. Los príncipes más poderosos de la Tierra han solicitado mi amistad. Todo cuanto puede desear el hombre -poder, riquezas, honores y placeres- lo he tenido. Pero he contado escrupulosamente, los días que he gustado de una felicidad sin amargura y sólo he hallado catorce en mi larga vida”