Considerar nuestra propia muerte, como algo real y cercano, es algo a lo que no estamos habituados. Sólo pensarlo, nos polariza afectivamente de modo tan intenso que nos produce una momentánea obnubilación del entendimiento. Como si ante esa tirantez inaguantable, huyéramos del rigor racional y buscáramos refugio, ya se sabe… en todos esos tópicos culturales al uso, el sentimiento de pérdida, la despedida etc.
En las sociedades Occidentales, la vida se desenvuelve como si la muerte no existiera. Se prefiere no prestar la más mínima atención a ese suceso inabordable. Encerrándola en el sarcófago de una serie de ritos precisos y férreos, creemos conjurar el peligro de que nos alcance. Fingimos que se trata de una anomalía extraña, de una “enfermedad” en la que cierto día, probablemente todavía bastante lejano, caeremos. Para muchos, hasta el momento mismo de la senilidad mental predomina la equiparación psicológica entre la muerte y el accidente (lo accidental, siempre nos parece excepcional). Como si la ineludible fatalidad que nos acecha, pudiera explicarse como producto de un error o de una deficiencia evitable. Producto de esta aberración es la proclamación de la salud, como el criterio de lo éticamente correcto y previsible, la desgracia que nos violenta como algo accidental, un factor azaroso, con mínimos porcentajes de probabilidad, que hay que evitar, si no queremos ser apartados.
Basta considerar nuestra vida con cierta honradez intelectual, y mucho más la de esos millones de seres humanos a los que le falta lo más esencial, para caer en la cuenta de la terrible falsedad de esta impostura. De este falso humanismo que nos deshumaniza estigmatizándonos: al enfermo, al viejo, al impedido, al pobre…
Tradicionalmente, la denuncia de esta falsedad ha sido el fundamento de todas las ideas religiosas. En ellas la revelación divina, primeramente muestra la miseria y brevedad de la vida humana y luego el camino por el que puede ser trascendida, para así alcanzar el premio del paraíso y la vida eterna junto a la divinidad.
Pero el modo de pensar dominante de las sociedades occidentales opulentas, necesita apartar la reflexión sobre la propia muerte, de su quehacer teórico-publicitario, como si de una peste se tratara, y en este sentido es manifiestamente antirreligioso.
Para este “pensamiento único”, es obvio que la consideración religiosa de la muerte como tránsito hacia la salvación implica un elemento irracional inaceptable: la fe y un antieconómico posponer “nuestro objetivo” a un momento posterior ignoto y fuera del tiempo.
Hasta Martin Heidegger no se había dado en la tradición filosófica occidental, un pensamiento que ahondara en el fundamento del problema de nuestra propia extinción física individual. En la historia del pensamiento filosófico se había escamoteado “el problema de todos los problemas”. Fue el genio de Heidegger quien planteo “nuestra muerte” desde el único punto de vista que como personas vivas, puede interesarnos. “Nuestra muerte es la posibilidad de la imposibilidad de toda posibilidad”. Y así entendida, (con o sin dramatismo), resulta que la anticipación permanente (cotidiana) de nuestra “única posibilidad cierta” es la, mejor perspectiva para valorar nuestros actos: la única posibilidad de recuperar nuestra condición yecta o caída en este mundo.
En las sociedades Occidentales, la vida se desenvuelve como si la muerte no existiera. Se prefiere no prestar la más mínima atención a ese suceso inabordable. Encerrándola en el sarcófago de una serie de ritos precisos y férreos, creemos conjurar el peligro de que nos alcance. Fingimos que se trata de una anomalía extraña, de una “enfermedad” en la que cierto día, probablemente todavía bastante lejano, caeremos. Para muchos, hasta el momento mismo de la senilidad mental predomina la equiparación psicológica entre la muerte y el accidente (lo accidental, siempre nos parece excepcional). Como si la ineludible fatalidad que nos acecha, pudiera explicarse como producto de un error o de una deficiencia evitable. Producto de esta aberración es la proclamación de la salud, como el criterio de lo éticamente correcto y previsible, la desgracia que nos violenta como algo accidental, un factor azaroso, con mínimos porcentajes de probabilidad, que hay que evitar, si no queremos ser apartados.
Basta considerar nuestra vida con cierta honradez intelectual, y mucho más la de esos millones de seres humanos a los que le falta lo más esencial, para caer en la cuenta de la terrible falsedad de esta impostura. De este falso humanismo que nos deshumaniza estigmatizándonos: al enfermo, al viejo, al impedido, al pobre…
Tradicionalmente, la denuncia de esta falsedad ha sido el fundamento de todas las ideas religiosas. En ellas la revelación divina, primeramente muestra la miseria y brevedad de la vida humana y luego el camino por el que puede ser trascendida, para así alcanzar el premio del paraíso y la vida eterna junto a la divinidad.
Pero el modo de pensar dominante de las sociedades occidentales opulentas, necesita apartar la reflexión sobre la propia muerte, de su quehacer teórico-publicitario, como si de una peste se tratara, y en este sentido es manifiestamente antirreligioso.
Para este “pensamiento único”, es obvio que la consideración religiosa de la muerte como tránsito hacia la salvación implica un elemento irracional inaceptable: la fe y un antieconómico posponer “nuestro objetivo” a un momento posterior ignoto y fuera del tiempo.
Hasta Martin Heidegger no se había dado en la tradición filosófica occidental, un pensamiento que ahondara en el fundamento del problema de nuestra propia extinción física individual. En la historia del pensamiento filosófico se había escamoteado “el problema de todos los problemas”. Fue el genio de Heidegger quien planteo “nuestra muerte” desde el único punto de vista que como personas vivas, puede interesarnos. “Nuestra muerte es la posibilidad de la imposibilidad de toda posibilidad”. Y así entendida, (con o sin dramatismo), resulta que la anticipación permanente (cotidiana) de nuestra “única posibilidad cierta” es la, mejor perspectiva para valorar nuestros actos: la única posibilidad de recuperar nuestra condición yecta o caída en este mundo.