Nada más hermoso que ese instante de suprema humildad frente al mar. Olvidado de todo, habiéndolo olvidado todo.Las zapatillas de lona, el bañador, la toalla, la crema. La silueta ondulante del cuerpo femenino, la robustez del masculino, la infinita variedad de la especie humana. Tumbarse sobre la arena y escuchar las olas junto a la orilla en su murmullo de ininterrumpida cadencia desde el comienzo de los tiempos.
Contemplar el horizonte, el cielo brillante y la brumosa línea del mar allí a lo lejos, donde al atardecer alguna vela ligera se confunde con el pensamiento.
El aroma dulzón de la crema para la piel, el hedor de las algas, el olor rancio del alquitrán, que sin saber porqué nos recuerdan la infancia. De vez en cuando una racha de levante con su hálito de profundidades... y nos recorre un escalofrío.
Cerramos los ojos; cara al sol la oscuridad es roja. El rumor del viento y el de las olas se van acallando poco a poco, en el silencio. Nada deseamos, sólo estar aquí y dejar pasar las horas. Desechar cualquier ambición. El mundo se percibe como un eco apagado: los gritos lejanos de unos niños que juegan a la pelota. Como si ante la inmensidad del mar todo careciera de importancia y estuviéramos “ desnudos como los hijos de la mar”.