Una tertulia.

Venecia, 1760.

A primera hora de una lluviosa tarde de enero tres amigos, ocupan el sitio de costumbre en la mesa frente a la ventana, del café de la “Vía della Rosa”, junto al Gran Canal. Hace frío, el viento azota la fachada del palacio y las gotas de lluvia chorrean por las ventanas. La marea está alta y las olas encrespadas suben hasta los muelles; en el aire flota ese olor a algas y a humedad que eterniza los inviernos en Venecia.
Los tres caballeros ya entrados en años visten con sobria elegancia la moda del siglo XVIII: pantalón corto, media de seda, camisa y lazo del mismo color, casaca bordada, puños de encaje, zapatos con hebilla, la espada al cinto y un sombrero triangular, al que hoy han añadido una gruesa capa pluvial.
Él más alto y de complexión más fuerte de los tres, tiene la nariz aguileña propia de la nobleza veneciana, de su casaca roja, pende una condecoración militar. A su lado se encuentra un hombre grueso, de corta estatura, cara redonda y aspecto rubicundo, viste una casaca azul turquesa con llamativos bordados de oro. Y el tercero, sentado en el extremo de la mesa, es un individuo muy delgado con el pelo rojo y un rostro demacrado de fuertes rasgos verticales; lleva una chaqueta dorada y acaricia un violín entre sus manos.
Los tres hablan en voz muy baja y de manera sosegada, haciendo cada poco tiempo, pausas de cortesía y demorándose en los silencios en espera del asentimiento o la matización del interlocutor. A veces esas pausas son tan largas que en el soñoliento salón se abre camino el silencio y solo se oye el golpeteo de la lluvia sobre los cristales.
El último de estos silencios es demasiado largo, se diría que los contertulios han olvidado la conversación. El caballero más grueso, que es comerciante, se ha puesto a fumar su pipa y mientras expulsa el humo a grandes bocanadas, contempla con el mayor interés el anillo de oro con piedra azul que lleva en su mano. Por su parte, el militar se ha quedado completamente absorto, la mirada perdida tras el ventanal, como un velero que un día como el de hoy, se atreviera a surcar las turbulentas aguas del Gran canal. El músico en cambio parece concentrado en afinar el violín en sordina. De improviso una nota aguda atraviesa el local, completamente desierto a esas horas. La afilada nota ha despertado al comerciante, quien después de mirar hacia uno y otro lado, para cerciorarse de que continúan solos en el salón, tomó la palabra, y como si reanudara la misma conversación dijo:
- Desde que los turcos tomaron Corinto, no hay un solo veneciano que arriesgue su nave en un viaje a Oriente. El Adriático, nunca ha dado más que para comer y es impensable que el prestigio de la Señoría, se mantenga al menos tal y como lo conocieron nuestros abuelos y nuestros padres.
- Venecia se consume en intrigas intestinas, dijo el militar, y es incapaz de dar una respuesta adecuada al avance de los musulmanes. Ya sabéis que las mazmorras de los castillos de Verona, de Brescia y de Friule están llenas de jóvenes venecianos con nuevas ideas sobre el censo de reclutamiento, sobre el reparto de impuestos para la armada o sobre la elección del Consejo.
- Todos los tesoros acumulados durante quinientos años por la República, no bastarían para enfrentarse a un imperio pujante como el Otomano, dijo el comerciante, porque desde que perdimos Creta, que era la tierra de promisión, nuestra población está en declive.
- Y sin embargo- dijo, el militar- a nadie parece importarle esta decadencia y media Europa, se pasea por aquí, con ganas de diversión. No hace falta esperar a carnaval, para ver repleta la plaza de San Marcos, las tabernas atestadas de austriacos y de franceses, disfrutando de la hermosura de nuestra ciudad, de la calidad de nuestro arte y sobre todo “del de nuestras cortesanas”.
- A menudo las épocas de decadencia, son también las de mayor felicidad, dijo el músico, que hasta ese momento se ocupaba en la afinación del violín. Ante la expresión extrañada de sus amigos, aclaró: Convendréis conmigo, en que el estado renuncia entonces a sus objetivos últimos. Raramente el proyecto de un estado en pleno apogeo, coincide con el proyecto de felicidad individual de sus súbditos. Fijaos en la vida de Francesco Morosini y quienes el siglo pasado le siguieron en la conquista del Peloponeso; su heroica vida llena de privaciones y de sacrificios todavía es puesta como ejemplo a la juventud en las escuelas. ¿ Y qué queda de tanta gloria, de tanta sangre derramada?. Un busto de bronce con su efigie en el Senado. Nunca se ha vivido en Venecia con tanta alegría, con tanto desenfado y libertad de costumbres como en estos días. Y todo lo que tiene que decir al respecto el gobierno de la Serenísima, se resumió el otro día con la frase escogida por su portavoz para terminar el pregón del carnaval: “No os metáis en política y haced lo que os dé la gana”.
- Pero esa libertad de acción, esa independencia, de la que habláis, dijo el comerciante, es flor de un día. La riqueza se sustenta en el comercio y quien no puede defender lo que tiene, no es digno de tenerlo.
-¡Quién lo duda!, dijo, el músico, así ha sido siempre. Pero para poder enfrentar una situación es preciso que se den un mínimo de condiciones. Sabéis tan bien como yo que el comercio con levante estaba herido de muerte por el auge del comercio trasatlántico antes de la agresión de los turcos. Toda guerra, por pasional que sea, se basa en una premisa racional, la creencia en nuestra superioridad sobre el enemigo. Y ese, convendréis queridos amigos, no es el caso de la República.
- Admitir nuestra posición de debilidad, dijo el militar, implica que pronto seremos atacados por nuestros enemigos, que de esta forma perciben con mucha más claridad su superioridad.
- Así sería si nuestros enemigos pertenecieran todos a la misma potencia, dijo el músico recogiéndose la roja cabellera, con un lazo, pero no es el caso. Pues las potencias europeas y los turcos son enemigos entre ellos. Por otro lado, cuando se pone a una potencia entre la espada y la pared, resulta muy difícil calcular como influirá la desesperación colectiva en una resistencia encarnizada; recordad, que la toma de Creta, costó al Imperio Otomano ochenta largos años de guerra, más de cien mil muertos, y hay quien añade, tras la hazaña de Morosini, un siglo de retraso en su expansión por los Balcanes.
- Pero a largo o incluso a medio plazo nuestra independencia, y nuestras riquezas dejaran de existir, a favor de una u otra potencia, sean los turcos o los europeos - dijo el militar-.
- Así es en verdad, pero esa misma es la suerte que se vislumbra para todas las pequeñas naciones del continente, y nuestra condición de reliquia histórica, de hermosa curiosidad artística y cultural, constituye un privilegio en este siglo, que a muy pocas naciones le ha sido concedido.
- ¿Abogáis entonces querido Antonio, por la inacción, por el despilfarro de nuestras últimas fuerzas, y la entrega sin resistencia al enemigo?. Dijo, el comerciante.
- Abogo por la neutralidad de nuestra política exterior, por asumir que nuestra tradición política y comercial ha dejado de tener sentido en el mundo, por hacer conforme la vieja prosapia veneciana en los negocios las concesiones imprescindibles a las potencias y por el fomento de las artes y el embellecimiento de nuestra ciudad. Vienen tiempos en lo que las islas serán el último reducto de la felicidad, de lo que se trata es de convencer diplomáticamente a las potencias, que solo queremos defender nuestra insularidad política y cultural. Por otra parte, me parece que la felicidad de los individuos no siempre está directamente relacionada con un suceso político concreto; a menudo la vida es más alegre, en las colonias, incluso en una ciudad ocupada, sin derramamiento de sangre por ejércitos extranjeros, que en los períodos de esfuerzo desgarrador.
- Vos creéis acaso, que los enemigos consideran digno de respeto a quien no se defiende, ¿qué impediría el exterminio de la población, el abuso de nuestras mujeres, el saqueo de los palacios, el expolio de los tesoros de nuestra ciudad?. Dijo, el militar.
- Lo impediría la costumbre, la familiaridad en el trato que ya tienen con nosotros, ¡y por qué no: con nuestras cortesanas!. Nadie destruye lo que considera hermoso o superior, nadie saquea la ciudad que años antes lo ha acogido como huésped. Por otro lado, no siempre es cierto, que sea preferible utilizar la fuerza para defender la vida, que confiar su defensa a la razón. Y si tenéis la paciencia de escucharme os relataré un episodio de mi juventud, que resulta muy ilustrativo en tal sentido.
- ¡Contad, contad –dijo, el comerciante- que la tarde es larga!.