Jorge prosigue su semblanza de Octavio Augusto iniciada el viernes con el título: "La Pax Romana".
Después de más de un siglo de sangrientas guerras civiles ya no había un solo romano que hubiese conocido la República. Octavio, al fin y al cabo, miembro de la familia Julia, una de las más antiguas del patriciado romano, fue lo bastante sagaz para respetar la ilusión anhelada por muchos de que la República se perpetuara en el Principado. Precipitar la agonía de la República hacia una monarquía imperial no hubiera supuesto más que otro baño de sangre, y de eso ya habían tenido demasiado. Comprendió que en el mundo las palabras que nombran los ideales sobreviven a las realidades, y ofreció al pueblo y al ejército romano una nueva estructura política: “El Principado”. Una estupenda ficción en la que el Emperador, aparecía como el actor protagonista revestido con el disfraz de primer ciudadano de la República. Una representación escenográfica en toda regla en la que el Princeps debe obedecer las leyes como cualquier otro ciudadano, y al igual que los otros Magistrados: Cónsules, Pretores y Procónsules, deriva su autoridad del pueblo romano. Cierto que al acumular en sus manos el poder militar, y el poder de anular cualquier decisión del Senado como Tribuno de la Plebe Vitalicio, tenía el poder necesario en la práctica para imponer a todos su voluntad. Pero este poder, "que no deseaba", era un deber sagrado para él, pues se lo había otorgado el pueblo Romano, en agradecimiento a su gran labor de pacificador. Como un buen actor, Octavio interpretó fielmente su papel hasta el final de sus días. Lloró de alegría al recibir el título de “Padre de la Patria”, y cuando el pueblo entusiasmado quiso ofrecerle los veinticuatro haces, símbolos del poder dictatorial, se arrodilló y suplicó que no lo abrumaran con una dignidad que evocaba tantos recuerdos sangrientos. Consciente del poder de la palabra, se rodeo de poetas que ensalzaban la leyenda de Roma, y su propia leyenda: notoriamente vivía sin lujos, como un ciudadano más, se enorgullecía de llevar los vestidos tejidos y cosidos por su mujer y su hija; comía y bebía poco, apenas unas rebanadas de pan, queso, un poco de pescado y uvas o higos verdes que solía coger el mismo; dirigía la palabra a todo el mundo y dispuso que los senadores no se levantaran a su entrada en el Senado. Realizó una auténtica reconstrucción de Roma, con obras de saneamiento y embellecimiento de la nueva capital del mundo.
El ideal que persiguió durante los cuarenta años de su reinado podría llamarse renacimiento del antiguo espíritu romano. Quizá porque conocía la fragilidad de la corrompida aristocracia romana, frente al inmenso potencial de las Provincias, entendió que sólo honrando y difundiendo las virtudes antiguas del pueblo romano, los pueblos sometidos a lo largo y a lo ancho del mundo conocido, podrían sentir su tutela como algo benéfico para ellos. Los mejores poetas y prosistas de su tiempo, Virgilio, Horacio, Tito Livio, expresaron este ideal con entusiasmo.
Octavio había concebido la educación moral de una nueva clase de patricios, hijos de la aristocracia, capaces de legitimar el poder de Roma en el mundo. Era una hermosa versión del Mito de la Edad de Oro y como toda utopía, pronto se estrelló contra la cruda realidad. Su pretendida reforma de costumbres fue un completo fracaso. La corrupción de la aristocracia hacía tiempo que había herido de muerte a la familia romana y su extinción solo era cuestión de pocos años. Los decretos contra el lujo, el adulterio y a favor del matrimonio estable y con descendencia, nada pudieron ante la degeneración moral de la clase senatorial y del populacho. Cuenta Suetonio que la propia familia de Augusto era un vivo ejemplo de depravación: los envenenamientos cometidos por su propia esposa, Livia, o los escándalos sexuales de su hija Julia y de su nieta. Octavio fue viendo desaparecer, uno tras otro, a sus hijos, a sus amigos y a sus nietos y se encontraba envejecido, como un árbol al que se le arrancan las ramas. Era un anciano ensimismado y silencioso, pero se cuenta que cuando sintió cercano su fin , reunió en su lecho de muerte a sus amigos y les preguntó: ¿ He desempeñado bien mi papel en el teatro de la vida? Le respondieron que sí y para romper la tensión de aquellos momentos citó la frase con la que los actores romanos terminaban su recita: Plaudite! ( ¡Así pues aplaudidme!)