Sobre el amor a la sabiduría

Lo que aquí escribo no es para cultos, ni para aquellos que únicamente pretenden resolver problemas prácticos. Anoto mis pensamientos y los de mis ilustres interlocutores, porque no tengo con quien hablar de estas cosas a diario. Son asuntos- que al menos a mi- me “dan que pensar”. Yo no sé si estas notas abordan problemas de profunda filosofía y desde luego, no pretenden ningún tipo de erudición. En todo caso, a mí me sirven para entretenerme y al fin y al cabo, forman una especie de “registro íntimo” donde acudir en los no demasiado infrecuentes momentos de extravio personal.
Decía Spinoza que “ lo que el hombre busca es el contento consigo mismo”, tanto en la actividad como en el reposo .Lograr el contento implica una gestión adecuada del deseo evitando el desasosiego, la impaciencia y la frustración.
Nadie puede transitar esa vía más que por su propio pie, pues toda existencia humana es única e irrepetible. Y aunque el diario de viaje de quienes han visto con mayor claridad el camino puede ayudar y estimular a otros en el suyo.Ninguno puede ser sustituido en su esfuerzo,ni en su compromiso reflexivo con la propia vida. Es por eso, que la meta principal de la sabiduría no es el conocimiento desinteresado y neutralmente objetivo del mundo, sino la liberación subjetiva del hombre. Es decir, que toda sabiduría es esencialmente una ética.
Para establecer el “ mapa básico del universo real” no podemos refugiarnos en el escepticismo y sus inacabables cautelas. Porque lo que parece prudencia científica, cuando se trata de establecer una observación sobre un aspecto puntual de la realidad, se convierte en esterilidad suicida, cuando lo que consideramos es el conjunto absoluto de la realidad misma. Este mapa básico lo necesitamos, de modo que estamos autorizados para solicitarlo de las facultades lógicas de nuestra inteligencia.
Si renunciamos a este ejercicio, el vacio dejado por nuestras dudas intelectuales será ocupado por desvarios imaginativos, adoptados de las supersticiones reinantes o dictados por nuestra ceguera pasional.
La fe en algo, suele ser un motivo de felicidad para gran número de gentes.No pienso sólo en las personas religiosas o en los revolucionarios de los paises oprimidos, sino en convicciones bastantes más insignificantes. Hay quien estuvo convencido de formar parte del baluarte espiritual de Occidente, quien en nuestros días cree ser miembro de una raza superior a la de sus vecinos; Hay quien cree ser el salvador de la patria o del mundo, incluso quien se cree descendiente directo de las Doce Tribus de Efrain y Manases. ¡La dicha no conoce límites!.
Sin embargo, yo no puedo creer estas cosas, ni abogar con mis palabras para que nadie defienda lo que me parecen creencias falsas. Y ello por la misma razón, que no puedo inducir a mi interlocutor a creer que los hombres deben vivir solo de nueces (aunque según tengo entendido esta creencia asegura invariablemente una perfecta felicidad).
La ignorancia es la ignorancia y no es posible derivar de ella la facultad de creer en algo”. Y resulta cuanto menos chocante, que en la vida cotidiana un hombre razonable se conduzca tan ligeramente, ni que base sus juicios y opiniones en fundamentos tan pobres, como cuando lo hace respecto de las cosas más elevadas y sagradas.

A mi me parece que las mejores promesas emancipadoras que se hallan en las profecías religiosas, pueden ser asumidas como parte de los proyectos racionales sobre lo que los hombres merecen compartir. Y ello, sin necesidad de renunciar a la voluntad de verdad ilustrada, dimitir de la cual humilla a la dignidad intelectual de cualquier hombre moderno.
Nuestro propósito es encontrar algún incentivo que no sea fantástico, conscientes de que quienes lo consiguen y se interesan verdaderamente por él, tienen una ocupación para sus horas de ocio y un completo antídoto contra la idea de que la vida no tiene sentido. En ese esfuerzo racional consiste la preocupación ética. En tratar de transformar la conciencia de nuestro deseo en “el saber “ de lo que realmente deseamos . En afirmar que ese deseo, que no es libre, puesto que es caprichoso, y no depende del albedrío incondicional de nuestro yo, puede llegar a serlo. Sobreponiéndose por el esfuerzo racional a las fantasías que lo subyugan a influencias externas modificables. Transformándose en sabiduría.