Realismo versus Idealismo.


La tarde de primavera, invitaba al paseo y Jorge aprovechó para proponernos una visita al vecino Monasterio de la M. Dimos un buen paseo y nos sentamos a la vera de una alberca con peces de colores, a degustar el excelente chocolate que había preparado, mientras dábamos buena cuenta de una docena de buñuelos de calabaza. Después de la merienda Jorge se puso a leer en uno de sus libros.

Para la filosofía realista (la griega y su continuación tomista) la relación en que cada uno de nosotros nos hallamos con el mundo de las cosas, es una relación de conocimiento, puesto que las cosas están impregnadas de inteligibilidad. Conocemos las cosas y para hacerlo comenzamos por formar conceptos de ellas, nociones que reproducen las esencias de las cosas y una vez formadas en nuestra mente, podemos entonces formular juicios. El conocimiento pues, refleja en la mente la mismísima realidad. El pensamiento es verdadero si entre él y la cosa existe una perfecta adecuación, para ello, basta que los conceptos estén bien formados y si no lo están, entonces hay que corregirlos.

Precisamente la evolución, el proceso mismo del pensamiento realista es una corrección continua de conceptos, desde la primera metafísica de Parménides. Esta primera tentativa es luego perfeccionada por Platón y a su vez, el sistema de conceptos de Platón, es perfeccionado por Aristóteles. Así la “dialéctica” la discusión entre conceptos mal formados y conceptos mejor formados, es el método de la metafísica realista. En la base de este proceso evolutivo que dura más de veinte siglos, siempre está el mismo postulado fundamental: la inteligibilidad de las cosas.

Habiendo llegado ya en Aristóteles el realismo a esa forma flexible, ramificada, capaz de dar explicaciones individualizadas sobre cada una de las cosas, en esa catalogación de lo existente como si de una gran ciencia natural se tratara, el realismo se adueña de la conciencia cultural humana. Se convierte en una creencia, máxime si se tiene en cuenta que la propensión natural del hombre ante la pregunta fundamental de la metafísica “¿Qué existe?” es contestar existen las cosas individuales. Así pues, si el hombre de forma espontánea y natural contesta a la manera aristotélica, no es extraño que esta concepción aristotélica del mundo haya ido arraigando cada vez más en los espíritus, hasta convertirse en una creencia. Una creencia que llega al fondo mismo del intelecto, con la afirmación de la existencia del alma individual.

Pero llega un momento, a partir del siglo XV en que esta creencia sufre menoscabo. Se produce una crisis en el pensamiento humano, motivada por hechos históricos: la quiebra de la unidad religiosa con la aparición del protestantismo y las guerras de religión; el nacimiento de la Astronomía con Copérnico, Kepler y Galileo, por cuyas teorías la tierra deja de ser el centro del universo y sobre todo la transformación política y económica enorme que implica para las naciones europeas la conquista y colonización de los otros continentes.


El pensamiento, como todo lo humano es de carácter temporal y cambiante, radicalmente condicionado por el acontecer histórico. A partir de la crítica nominalista y con la aparición de la nueva teoría científica de explicación de la naturaleza durante el siglo XVI, el desconcierto filosófico llega a tales términos, que hace preciso replantear de nuevo los principales problemas de la filosofía. Pero precisamente por consecuencia de su carácter histórico, el pensamiento que lo replantea no está ya en las mismas condiciones que estaba Parménides. Han pasado veinte siglos y el pensamiento moderno es todo menos espontáneo. El nuevo pensamiento empieza a surgir ya con la idea de precaución y precisamente esa misma idea de precaución, de no reincidir en los errores del pasado, de evitar esos errores, es lo que va a imprimir una dirección al curso de su desenvolvimiento.

De manera que la característica primera y fundamental del pensamiento moderno es que antes de plantearse el problema de qué existe, se plantea otro problema previo: el problema de cómo evitar el error, el problema del método.
¿Tiene el pensamiento humano capacidad para descubrir la verdad?. En suma toda una serie de cuestiones filosóficas conocidas como teoría del conocimiento.

Suele reconocerse a Descartes (1596-1650) como el pionero en esta nueva manera de pensar. Ya desde sus primeras obras de juventud “Reglas para la Dirección del espíritu” de 1628 manifiesta esta preocupación por buscar una verdad primera que no pueda ser puesta en duda. Su verdadera originalidad sin embargo, está en haber convertido la propia duda en método. Este importante paso de la función negativa y crítica de la duda, que ha derrumbado el pensamiento aristotélico, a una función positiva, como criba intelectual de todo aquello que por ser dudoso debe quedar eliminado de las bases de la filosofía adquiere en el pensamiento moderno y contemporáneo una importancia extraordinaria; es por ello que suele considerarse a Descartes como el precursor de esta nueva forma de pensar.

En el sistema aristotélico nuestra relación con las cosas es una relación mediata, puesto que se funda en un intermediario “el concepto”, que media entre nuestra mente y las cosas. Por eso, el conocimiento en el sistema aristotélico es siempre discutible, porque siempre cabe discutir si el concepto se ajustaba o no se ajustaba a la cosa. La verdad del concepto consiste en ajustarse a la cosa. Es decir, que el conocimiento ofrece siempre y sin remedio el flanco a la duda. El cambio de orientación propiciado por Descartes es que el pensamiento moderno busca un proyecto metodológico- en su caso de carácter matemático- para buscar un conocimiento que no ofrezca el flanco a la duda.

El origen histórico de esta nueva posición intelectual ante el mundo, es fruto del estupor producido ante la quiebra del sistema finalista de explicación del universo y de su incapacidad para satisfacer las nuevas necesidades, de una sociedad europea desarrollada, las de explorar el mundo para dominarlo.


Sin embargo, este intento por explicar el incesante cambio representado por el mundo de lo sensible, mediante el sistema de reducirlo a un método matemático, no termina con esa especial dificultad humana para asumir dicho cambio. Un cambio permanente y vertiginoso, que culmina nada menos, que con nuestro propio deterioro físico y desaparición individual.

A esta falacia de la duda metodológica debía referirse Antonio Machado, cuando al compararla con la duda existencial que nos persigue toda la vida escribió: “ La duda no puede ser metodológica porque entonces no es duda”.
Me pregunto si el fracasado modo realista de explicar los fenómenos del mundo externo, no es un método más rico y elocuente para explicar lo que nos pasa interiormente y lo que hacemos con lo que nos rodea. Si atender los antiguos criterios aristotélicos de finalidad esencial, no constituye un modo de comprensión más apropiado para muchas de las preguntas que en verdad nos resultan importantes, que la explicación usual que apela únicamente a la causalidad científica.